lunes, 18 de enero de 2010
Haití: la vergüenza de América
A estas alturas todos sabemos qué ocurrió y cuál es la dimensión de la tragedia en Haití. Aún cuando el terremoto fue de una fuerza extraordinaria, que hubiera puesto de rodillas a ciudades mejor planeadas y construidas que Puerto Príncipe, es inevitable advertir que Haití es el reflejo de los peores excesos de la política en América.
Es una historia vieja que arranca desde su origen como colonia hispano-francesa y en el hecho de haber sido la primera nación latinoamericana en independizarse de Europa, en 1804. En el fondo no cambió. Por el contrario, históricamente queda claro que Haití ha sido víctima de sí mismo, es decir, de gobiernos profundamente corruptos y abusivos.
No fueron sólo los excesos de los Duvalier, cuyos ecos y consecuencias son evidentes todavía en la vida diaria de Haití, también hubieron otros excesos cometidos antes y después de los Duvalier y que se podrían resumir en la lógica absurda de explotar al máximo las riquezas naturales y humanas de ese país, y esperar que todo marche igual.
Buena parte de la devastación en Haití hubiera podido evitarse con mejores prácticas de construcción y con una actitud más respetuosa hacia las personas y la naturaleza. Pero en Haití, como en el resto de América Latina, creen en el mito de la riqueza inagotable de los recursos. Ello provoca actitudes irresponsables que se expresan en el abuso, la mentira, la corrupción, la violación de los derechos humanos, la depredación del medio y la concentración de riqueza en unas cuantas manos.
A mediados del siglo XVIII, Francia estuvo dispuesta a ceder todo lo que ahora es Quebec y porciones de Estados Unidos a Inglaterra (Vermont y parte de Nueva York y Nueva Hampshire), con tal de conservar el control de Haití que era la joya de la corona francesa: una bella isla con recursos naturales y muchos nativos para explotar.
Los promotores de la independencia haitiana pensaron que sus riquezas naturales les permitirían consolidarse rápidamente como país e intervenir en Latinoamérica como promotores de la independencia de España. Para mediados del XIX hundían a su país en la dependencia de producción y exportación del azúcar. A finales del XIX, era una sombra de lo que había sido, y de 1915 a 1934 pasó de nación independiente a virtual colonia y, finalmente, a una especie de protectorado de EU (1935-90).
Ello ocurrió gracias a excesos de los políticos haitianos y de la Casa Blanca que —en nombre de sus intereses en materia de seguridad nacional— hicieron de Haití la nación pobre que ahora es: el PIB percápita diario es de 1.15 Dlls.
La llegada al poder de los Duvalier, apoyada por los cañoneros de la Armada de EU, sólo empeoró una condición que, los millones de dólares transferidos por distintos programas de ayuda de organismos multinacionales de Estados Unidos y de Francia, no han transformado. Al contrario, la ayuda canalizada ha lisiado a los haitianos que, en el mejor de los casos, huyen a otros países u optan por dejarse llevar por las ayudas, resignados a depender de la asistencia. Los millones de dólares de EU y Canadá y de euros que la diáspora haitiana envía a su país tampoco han resuelto nada. Esas remesas terminan por financiar el consumismo innecesario, incapaz de transformar la realidad, educar a la población, crear fuentes de trabajo, formar ciudadanos, mejorar las instituciones, etc.
Hoy, Haití podría desaparecer del mundo y para muchas personas no haría falta ni lo echarían de menos, peor aún se resolvería un problema. Pero no podemos olvidar que estamos hablando de seres humanos concretos con rostro, nombre y apellido.
En el fondo de la tragedia haitiana se encuentra un profundo desprecio por la dignidad de la persona, así como los intereses de un puñado de personas. Ahí está el doloroso desenlace de Jean-Bertrand Aristide quien, de ser un líder religioso y social en las barriadas de Puerto Príncipe, se convirtió en un prófugo de sí mismo, refugiado en África, incapaz de dar cuenta del destino de millones de dólares recibidos en sus administraciones.
El terremoto, con miles de muertos, la devastación y el inmenso dolor que causa en Haití, podría ser —si los haitianos saben aprovechar la situación, y Washington y París lo entienden así— una oportunidad única para reescribir la historia de ese país.
Mientras tanto, la solidaridad mundial está a prueba. Haití necesita toda nuestra ayuda. No podemos hacer oídos sordos. Como decía Díaz Mirón: “nadie tiene derecho a lo superfluo mientras haya quien carezca de lo indispensable”.
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