jueves, 12 de noviembre de 2009
FALTAN MUCHOS MUROS DE BERLÍN POR CAER
Esta semana se conmemoraron los veinte años de la caída del muro de Berlín, que desde el 61 hasta el 89 mantuvo divididas a familias enteras. Un día sorpresivamente, en pleno Berlín, la ciudad se vio dividida en dos, por un muro que separó a los hijos de sus padres, a los niños de sus escuelas, a los jóvenes de sus universidades, a los enfermos de sus hospitales, a muchos hombres de sus trabajos y a los enamorados los dejó sin pareja. Muchos hombres murieron en el vano intento de pasar al lado de la libertad queriendo vencer sobre las alambradas, los guardias y los perros. Hoy ese muro ya no existe, pero en el mundo hay muchas otros muros que están tan sólidamente construidos, que sólo el poder de Dios sería capaz de derrumbarlos. El muro de la pobreza intenta con esclavizar a más y más hombres en todo el mundo. La violencia y la maldad enseñorean en todos los ambientes, la vida se ve maltrecha y el hombre se siente con arrestos como para legalizar y sentenciar a muerte a los inocentes que no tuvieron otra culpa que hacerse presentes en el seno de una mujer. Es el hombre guerreando contra sí mismo en un intento de acabar con el género humano. Nuevos regímenes políticos y militares tratan de imponerse por la fuerza, por la violencia y por la muerte, personificados en labios de Cristo anunciando que esos muros caerán de una vez para siempre, trayendo la paz y el sosiego a los corazones: “Cuando lleguen aquellos días, después de la gran tribulación, la luz del sol se apagará, no brillará la luna, caerán del cielo las estrellas y el universo entero se bamboleará”. En tiempos de persecución, los primeros cristianos así llamaban a los que ostentaban el poder por la fuerza, los soles y las lunas y las estrellas del mal, anunciando la victoria definitiva de Cristo sobre ellos, auxiliado por los cristianos que le han sido fieles en todas las épocas de la historia: “Entonces verán venir al Hijo del hombre con gran poder y majestad”. Pero la verdad es que Cristo ya está aquí, y sus planes son de amor y de reconciliación y aunque algunos textos de la Sagrada Escritura nos inclinarían a pensar que el fin del mundo terminará violentamente en desgracia y en desilusión, las palabras de Cristo nos indican lo contrario, que Dios no cambiará sus planes de amor, y que el amor decidirá las cosas y no la violencia ni la fuerza. El fin del mundo será el triunfo del amor y el triunfo del Crucificado que mostrará su grandeza cuando perdone e introduzca a su Padre a todos los que fueron hallados dignos: “Y él enviará a sus ángeles a congregar a sus elegidos desde los cuatro puntos carnales y desde lo mas profundo de la tierra a lo más alto del cielo”.
Y cabe mencionar que los cristianos tendríamos que tomarnos muy en serio la idea que tenemos del cielo, una participación de la vida de Dios, de su bondad, de su peculiar modo de entender los acontecimientos, de ver a los hombres, de tratarlos, de amarlos; participaremos de su felicidad, una felicidad que consiste en darse sin límites, como Cristo lo hizo con nosotros. Por eso si somos congruentes con lo que Cristo pide, lo tenemos que ir realizando ya, ahora. entre nosotros, y tratar de anticipar esa situación idílica puesta en práctica entre nosotros. No por vivir preocupados por llegar a la meta, nos olvidemos de que Cristo ya ha venido a los suyos y quiere hacerse presente entre los más pobres y más necesitados, pero hay que decirlo también, el ocuparnos de las cosas de este mundo, no tendrá que oscurecer el fin al que somos llamados.
Al final casi del año litúrgico, tendremos que estar muy preparados, dispuestos a conseguir aquí esa primavera de paz y de consuelo entre los hombres, sin amilanarnos ante los regímenes de mentira, de violencia y de maldad, porque Cristo ya ha vencido al mundo: “Entiendan esto con el ejemplo de la higuera. Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, ustedes saben que el verano está cerca…” entiendan que la era de paz, de concordia y de servicio mutuo tiene que enseñorease entre nosotros, para gloria de Dios y del Crucificado.
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