viernes, 20 de noviembre de 2009

Adolescencia de los hijos... ¿o de los padres?


Lo normal a esa edad
Un desenfadado estudiante rellenaba en cierta ocasión, sin mucho entusiasmo, el cuestionario de un test de personalidad que les hacían en su colegio.

Una de las preguntas le interrogaba sobre qué entendía que les estaba sucediendo a los jóvenes que, como él, atravesaban esa tormentosa etapa de su vida que es la adolescencia.

No sé qué sucedería en su familia ni qué entendía exactamente él sobre la pubertad, pero la respuesta fue de antología: "La pubertad es una enfermedad que pasan los padres cuando sus hijos llegan a los catorce o quince años."

Cuando me lo contaron me hizo gracia y pensé si esa afirmación no tendría efectivamente una buena dosis de sentido común.

Es cierto que cuando los hijos llegan a esa edad se produce en ellos una profunda transformación. Y es verdad que empiezan a ser más rebeldes, que adoptan quizá un ingenuo aire de suficiencia. Y también que no cuentan casi nada, que dan respuestas cortantes, muchas veces parcos monosílabos.

Todo esto es algo natural, y lo extraño sería, en todo caso, que esta etapa no se presentara.

Precisamente por eso, hay que aceptar como natural que un adolescente se sienta un poco tiranizado por sus padres y por todo el mundo.

En nada sorprenderá a una madre prevenida o a un padre sensato, que comprenderán que los años pasan y los hijos crecen, y que esto es lo normal. Ya volverán las aguas a su cauce.

Pero unos padres ingenuos y asustadizos –como quizá debieran ser los del alumno protagonista de esa anécdota–, probablemente se empeñen entonces en imponer su autoridad a ultranza, o enfadarse, o incluso dar gritos, y acaben por desesperarse al ver que a su hijo apenas le conmueven; o que incluso se afinca aún más en su beligerancia y en su actitud contestataria.

Cuando los padres apenas han hablado con ellos en los años anteriores a la adolescencia, ante esta situación pretenderán introducirse en la vida de su hijo, precisamente ahora que él trata de cerrarse.

Entonces es más difícil — Es lo de siempre, procurar hablar más con ellos...

Sí, pero esos padres tienen que comprender que a esas alturas les llevará mucho más trabajo franquear la barrera de su intimidad, porque entre los sentimientos nuevos que experimentan los adolescentes está el de no querer dejar entrar a nadie fácilmente en ella.

— Entonces, si me he descuidado en los años anteriores y, por lo que sea, tengo poca confianza con mis hijos, ¿dices que ya no tiene remedio?

Tiene remedio, como casi todo en la vida, pero es más difícil. No puede decirse que no pasa nada por haber perdido las buenas oportunidades que brinda la infancia para preparar a los hijos a hacer frente a la adolescencia.

Es una etapa muy delicada. Hay quien dice que existen dos edades en los hijos en las que se produce un gran desvalimiento: los primeros meses y la adolescencia. Mientras son bebés, las razones son evidentes. Y cuando a los varones les apunta el bigote y se les rompe la voz con los primeros gallos, y las niñas se desarrollan, y afloran todos esos problemas de la pubertad; entonces quizá están más desvalidos todavía.

Hay que darse cuenta Es probable que aquel chico dijera que la adolescencia era más bien cosa de los padres porque muchos padres no se hacen cargo de que su hijo o su hija han crecido, y tienen por tanto que tratarles ya de distinta manera, y no pretender que sigan obrando como en la infancia.

No se dan cuenta, por ejemplo, de que no pueden estar encima de sus hijos todo el día porque, si lo hacen, o los chicos se rebelan y rompen, o se infantilizan y no aprenden a decidir.

No comprenden, al menos en la práctica, que es mejor darles responsabilidad y luego pedirles cuentas, porque, de lo contrario, lo que consiguen es problematizar la adolescencia de los hijos.

Y me explico entonces perfectamente que ese chico pensara que la pubertad es una enfermedad que pasan los padres cuando sus hijas llegan a los doce o trece años, o sus hijos a los catorce o quince.

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