lunes, 3 de mayo de 2010

¡Un nuevo templo para todos los seguidores de Cristo!

El solo intento de describir los acontecimientos que los apóstoles vivieron cerca de Jesús en la última cena es casi imposible. ¡Fueron tantas las cosas que ahí se experimentaron, que los apóstoles tardaron mucho tiempo en tomar cabal conciencia de lo que significarían en su vida futura! Para ellos, acostumbrados a los compromisos y deberes de su fe y de su religión, todos ellos adosados al templo de Jerusalén, Jesús hizo una afirmación que a ellos y a nosotros les causó asombro y una nueva actitud de vida. Recordemos que el templo de Jerusalén era el blanco de todas las miradas, el amor y el respeto de las gentes de Israel. Pero con el tiempo, el templo había llegado a ser insoportable. Era un reducto fortificado de gentes que se habían aposentado ahí como los dueños y señores de la situación religiosa y financiera del templo. Eran tantos los intereses que se manejaban que ya prácticamente no había lugar para el Dios en cuyo honor se habían edificado los muros del templo. Cristo mismo tuvo que poner las cosas en su lugar, y con gran valentía, echó materialmente del templo a todos los que hacían comercio en él recordando que el templo siempre había sido casa de oración y ahora estaba convertido en una cueva de ladrones.

Por eso la sorpresa de los apóstoles cuando Cristo afirmó tajantemente: “Si alguno me ama y guarda mis mandamientos, mi Padre lo amará, y vendremos a él y en él viviremos”. De manera que Cristo declara en ese momento que el lugar de oración y de acogida al Señor será desde entonces el propio corazón, y ya no habrá necesidad de contratos de compra-venta en el templo para las cosas de Dios, ni un sistema de deberes y obligaciones para los que quieran entrar en contacto con el Dios de los antiguos padres. Ni habría que dejar el mundo profano buscando lugares específicos “consagrados” dónde se pudiera adorar al Dios de los cielos. Ni la tienda de campaña durante el tiempo del desierto ni el templo de Salomón para encontrar al verdadero Dios. Lo sacerdotes del templo jerosolimitano ya no serían lo “profesionales” del templo, que no tuvieron por cierto ni una palabra de acogida para María y José cuando llevaron chiquito por primera vez a su Hijo al templo de Jerusalén. El sacerdote que les recibió no le dirigió ni una mirada ni una caricia al niño que llevaban en sus brazos. Ahora será el propio corazón el lugar bendito para adorar a la Trinidad Santa. ¡Bendito Dios que ya no nos hace salir, sino que quiere que en el interior del hombre se le acoja y en la presencia de los demás se sienta esa presencia del Señor que a muchos hombres les ha llevado a dar la vida para defender la de los demás y les ha llevado a vivir en la pobreza para que desde su propia pequeñez pudieran ser socorridos los hombres, los prójimos.

El panorama, pues, no puede ser más alentador de parte de Cristo. Sin embargo, él es muy claro para que podamos convertir en una agradabilísima realidad su presencia en el interior del hombre. El pone dos condiciones: El amor y el cumplimiento fiel de su palabra. Dos condiciones indispensables. Amarse pero no con el amor con el que los hombres intentan acercarse unos a otros, sino de la manera que en él nos amó, hasta entregarse por nosotros, venciendo el odio, la frialdad, la indiferencia e incluso la violencia, y la muerte que han llegado a ser distintivo de nuestra sociedad y la segunda condición no es menos importante, el cumplimiento de la palabra de Jesús, su mandamiento, una actitud nueva hacia el medio ambiente, hacia los demás y hacia el mismo Dios bondad entre los hombres. Si ya tenemos a Cristo en el interior, ahora reforzaremos su presencia recurriendo a la comunidad de los creyentes, para reunirse en un solo pueblo que aclama y adora y venera a Cristo en sus sacramentos, principalmente en el sacramento de su amor, su Eucaristía.

El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx

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