Hay una frase de un escritor no creyente –Jean Rostand- Decía en uno de sus escritos: “Con frecuencia me pregunto si los que creen en Dios le buscan tan apasionadamente como nosotros, que no creemos, pensamos en su esencia”.
La frase es terrible, porque es verdaderísima. Muchos ateos buscan a Dios con angustia, con pasión que le necesitan y arden porque no consiguen encontrarle. Y uno tiene que preguntarse porqué muchos creyentes –que tenemos la suerte de creer en Ël- no parecemos vivir tan apasionadamente nuestra fe, no sentimos el gozo y el entusiasmo de creer, porqué hemos logrado compaginar la fe con el aburrimiento y con la siesta, en una especie de extrañísima “anemia espiritual”
Y la fe es un terremoto, no una siesta. Un fuego, no una rutina. Una pasión, no un puro sentimiento. ¿Cómo no se puede creer de veras-¡de veras!- que Dios nos ama, y no ser feliz? ¿Cómo se puede pensar en Cristo sin que el corazón no estalle?
Con frecuencia uno escucha sermones y se asombra de que sean aburridos. Y lo malo no es que sean malos sermones, es que no piensa que cuando alguien le aburre es porque no siente mucho lo que está diciendo.
Y uno observa las caras d la gente en misa y no puede menos de preguntarse: ¿Todas estas personas crean de veras que Cristo se está haciendo presente en medio de ellas?
¡Qué difícil es encontrarse creyentes de la fe rebosante! ¡Creyentes a quienes les brillen de gozo los ojos cuando hablan de Cristo! ¿Cómo es que alguien que ama a Dios pueda hablar d Él sin temblores, sin que la alegría le salga por la boca a borbotones?
Pentecostés es la fiesta de la alegría de ser cristianos, el día del fuego, en el que nos sentimos los creyentes orgullosos de tener el Dios que tenemos, porque ese Dios nos calienta el corazón y el alma.
Pentecostés, es la fiesta del fuego. Los discípulos de Jesús estaban aquel día tan tristes y aburridos como nosotros estamos. Creían, si, pero creían entre vacilaciones. Les faltaba el coraje para anunciar su nombre.
Y entonces descendió sobre ellos el Espíritu Santo en forma de fuego. Y ardieron. Y salieron todos a predicar, dispuestos a dar sus vidas por aquella fe que creían.
¿Y nosotros? También recibimos al Espíritu en el día de la confirmación. Y no se nos dio a nosotros menos fuego, menos Espíritu, que a los apóstoles el día de Pentecostés. San Juan lo dice: “Dios no da el Espíritu con tacañería”.
¿Qué hemos hecho entonces de nuestro Espíritu? Si, amigos: es hora de que le digamos al mundo que nos sentimos felices y orgullosos de ser cristianos. Que nos averguenza serlo tan mediocremente. Pero que sabemos que la fuerza de Dios es aún más grande que nuestra mediocridad. Y que, a pesar de todas nuestras estupideces, la Iglesia es magnífica, porque todos nuestros pecados manchen tan poco a la Iglesia como las manchas al sol. Y que, a pesar de todo, Cristo está en medio de nosotros como el sol, brillante, luminoso, feliz. Si, ser Cristiano es vivir siempre en primavera.
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