Gracias al patrocinio del periódico Gaudium y a la intervención de Rosa Ma. Ordaz, pude participar en la Misa de Beatificación de Juan Pablo II el día primero de mayo. Un gafete expedido por la Sala Stampa della Santa Sede y un pase para poder participar en la concelebración, hicieron posible que junto con muchos sacerdotes, muchos de ellos polacos, pudiera participar en esa celebración que será recordada por mucho tiempo no solo en Roma sino en el mundo entero. En este primer acercamiento a ese hecho que congregó a más de un millón de personas, tocaré sólo datos periféricos para dejar para la siguiente ocasión comentar la palabra pronunciada por Benedicto XVI. Las gentes del grupo de mexicanos con los que conviví varios días del viaje, iban con una sola intención: estar en la Misa de Beatificación y agradecer a Juan Pablo II las varias ocasiones que él visitó nuestra Patria. Todo mundo sabía que aquello sería difícil, pero vivirlo, fue más difícil aún. Todo mundo quería estar ahí y gentes que lo vivieron me platicaron que pasaron la noche entera, desde las 8 de la noche, parados, apretujados entre la multitud, sin poderse mover o sentar, esperando que abrieran las puertas para poder colarse lo mejor que se pudiera. Cuando dieron acceso, ya la Plaza de San Pedro estaba a reventar de gente de Polonia que también ahí habían pasado la noche entera. Después del recorrido desde el hotel, hubo que caminar un largo trecho, y las cinco de la mañana ya estaba instalado, en una larga espera hasta las 10 de la mañana en que comenzó puntualmente la celebración.
Hubo que entretenerse en rezar, la Liturgia de las horas, el Rosario, o contemplar la Basílica de San Pedro que lucía esplendorosa o intentar intercambiar algunas palabras con los sacerdotes polacos que también aprovechaban para tomar una foto o hacer una llamada por el celular. Para ese momento, ya todo mundo estaba en su lugar, los diplomáticos, los obispos y los sacerdotes. Abrió la celebración la entrada de la Cruz y en seguida la procesión de los señores cardenales y patriarcas orientales y al final el Papa que llegó hasta el pie del altar en su papamóvil. Fue una Misa sobria, pues se recordó dos o tres veces de guardar los silencios debidos y no agitar banderas y pendones por respeto a la Eucaristía. En el momento oportuno, el cardenal vicario de Roma pidió al Papa que declarara Beato a Juan Pablo II y atendiendo a su petición y a la de todo el mundo, con breves palabras definió que su antecesor era Beato desde entonces y que su fiesta se celebraría el 22 de octubre de cada año.
Y vino el único momento de cierta euforia, cuando fue descorrida la cortina que cubría la imagen del nuevo Beato. Hubo una fanfarria, composición musical con trompetas, que permitió los aplausos y las vivas de la multitud. La figura de Juan Pablo II lucía esplendorosa, con una mirada pícara, inspiradora que recordaba a todo mundo aquella frase suya: “No tengan miedo, abran la puertas al Redentor”, pronunciadas muchas veces en esa misma plaza. Nos recordaba que la santidad es posible si se tiene abierto el corazón a a las inspiraciones del Espíritu Santo de Dios. La santidad es alegre y es contagiosa.
Otro momento cumbre lo constituyó la presentación de la reliquia del Beato, consistente en un poco de sangre en un precioso relicario presentado por dos religiosas. Para el momento de la comunión, cientos de sacerdotes estaban listos para distribuir la sagrada comunión por las distintas plazas donde la gente había participado en la Misa gracias a pantallas gigantes distribuidas estratégicamente. Al final, después de la bendición, el Papa se retiró discretamente a venerar el féretro con los restos mortales de su antecesor y se anunció que sus restos estarían expuestos a la veneración de quienes quisieran acercarse al interior de la Basílica. Un matrimonio de los de mi grupo, que se formaron con una cantidad impresionante de peregrinos, me platicó que tuvieron que hacer una larga espera de 5 horas para poder acercarse entre apretujones y calores y olores humanos, a venerar el cuerpo de Juan Pablo II en el interior de la Basílica. Así concluyó una jornada histórica que ha dejado a Juan Pablo II en un lugar importante en esta Iglesia a la que él quiso tanto y a la que consagró toda su vida, llevando el mensaje de Cristo a casi todas las naciones de la tierra. Justo homenaje a tan querido personaje.
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