lunes, 28 de junio de 2010

Primero doce, luego setenta y dos, ¿Ahora cuántos enviados tiene Cristo?


En el camino de subida a Jerusalén a que nos tiene acostumbrado Lucas, nos da conocer una experiencia apostólica que le causó mucha satisfacción a Cristo y que dejó un agradable sabor de boca en sus discípulos. Hacía poco habían fracasado los apóstoles en intentar una buena acogida para Cristo en la región de Samaria, y como respuesta, Cristo nombra de nueva cuenta a otros enviados y para otros pueblos, pero en mayor cantidad. Estamos hablando de setenta y dos discípulos que fueron enviados de dos en dos a preparar sus caminos. Hoy serán millones los enviados, otra vez como corderos entre lobos, llevando un poco de luz para un mundo que quiere permanecer en las tinieblas. Y si todos en la Iglesia somos misioneros, nuestra mirada tiene que elevarse a la persona misma de Cristo para que entusiasmados por él como discípulos suyos, podamos transformar este mundo nuestro. Para este intento, me valdré de Aparecida (299: En el encuentro con Cristo queremos expresar la alegría de ser discípulos del Señor y de haber sido enviados con el tesoro del Evangelio. Ser cristianos no es una carga sino un don: Dios Padre nos ha bendecido en Jesucristo su Hijo, Salvador del mundo…encontrarnos con Cristo es una bendición, un Cristo crucificado con su resurrección de fondo, o un Cristo resucitado que se ganó su gloria con su cruz y su entrega. Acercarnos a él siempre será un don, y si hay amor, Cristo nos tendría que llevar a conocerlo mejor, a intimar cada día más con él en la oración y a amarlo de tal manera que podamos comunicarlo a los demás.

La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades: ya tenemos que decir desde este momento que cuando hablamos de misión no significaría precisamente irse a países lejanos, sino comenzar por darlo a conocer en las plazas de nuestro barrio y en las paredes de nuestra propia casa, con los vecinos, con los clientes en el trabajo, con los de la misma profesión, con el inmigrante que expone su vida por unos cuantos pesos, con el adolescente que fastidia porque no entiende de razones, o con el anciano abandonado y herido. Deseamos que la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino, pidiendo limosna y compasión. ¡Y vaya que son tantos los pobres y necesitados de un poco de luz y de un poco de pan! La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios. No llevaremos sentimientos, palabras bonitas, sino la presencia misma del Salvador que ha iluminado nuestras propias vidas.

Conocer a Jesús en el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida y darlo a conocer con nuestra palabra y obra es nuestro gozo. Conocer a Jesús, encontrarlo, aceptarlo, seguirlo y llevar a otros a su encuentro serán verbos de los que no podremos vivir separados y eso será el gran gozo y el gran don en el corazón. Como discípulos suyos, entonces, anunciamos a nuestros pueblos que Dios nos ama, que no existencia no es una amenaza para el hombre, que está cerca con el poder salvador y liberador de su Reino, que nos acompaña en la tribulación, que alienta incesantemente nuestra esperanza en medio de las pruebas. Los cristianos somos portadores de buenas noticias para la humanidad y no profetas de desventuras. En el rostro de Cristo…podemos ver, con la mirada de la fe el rostro humillado de tantos hombres y mujeres y al mismo tiempo, su vocación a la libertad de los hijos de Dios, a la plena realización de su dignidad personal y a la fraternidad entre todos.

miércoles, 23 de junio de 2010

RESEÑA DE LA MISA DE CLAUSURA DEL AÑO SACERDOTAL EN ROMA.


El 11 de junio del 2010 quedará registrado en la historia de la Iglesia y del mundo, como el día en que se vio reunida la máxima cantidad de sacerdotes, precisamente en la Plaza de San Pedro en el Vaticano. Los que tuvimos la dicha de asistir a la Misa de Clausura del Año Sacerdotal convocado por el Papa Benedicto XVI no supimos, sino hasta el día siguiente, que ahí estuvieron reunidos más de 15,000 sacerdotes venidos de todas las partes del mundo. La espera para la magna concelebración eucarística fue larga. Las puertas se abrieron a las 8.30 de la mañana y ya había largas filas de sacerdotes y de fieles que habían venido a acompañarles. Se vivió un calor pocas veces sentido, pero que venía a acrecentar el deseo de que el Papa estuviera ya al frente de los sacerdotes que son parte sensible de la Iglesia y muy queridos de Cristo Jesús pues lo hacen presente entre los hombres, para tener la dicha de concelebrar con él la Santa Misa. La larga espera, con un sol abrazador, se iba llenando con el rezo del Breviario, o paseando la mirada por aquella plaza inmensa llena de arte, de historia y de recuerdos, también se aprovechó para tomar las fotos, muchas fotos del gran acontecimiento. Otros aprovecharon para una pequeña siesta para reponerse del cansancio del viaje y también para observar a los Guardias Suizos con su colorido atuendo. También aprovechaban otros para conversar con los sacerdotes vecinos, preguntando por su nacionalidad o sus años de sacerdocio, o pedir una confesión de última hora. También se pudo aprovechar para buscar un poco de agua, pues nuestros morrales fueron depositados en la Sala Pablo VI o para hacer una llamada telefónica para ver cómo andaban las cosas en la parroquia. Hubo quienes estuvieron pendientes de colocarse cerca de las barreras, para poder observar más de cerca al Pontífice, y también algunos estaban pendientes de las cámaras de televisión que les permitirían transmitir su figura a todo el mundo. Muchos estuvieron pendientes de guarecerse lo mejor que se podía con los gorros proporcionados entre el material de trabajo y finalmente otros fueron siguiendo los cantos de la Capilla Sixtina, aprovechándose de los folletos que fueron distribuidos oportunamente entre todos los asistentes.

Cuando sonaban las 10 de la mañana, hizo su aparición la Cruz procesional, los cardenales presentes en procesión, ya revestidos con su respectiva casulla, y auxiliado por un vehículo que lo dejó hasta el pie del altar, se presentó Su Santidad Benedicto XVI, con una figura un poco tímida, pero con una gran satisfacción y una gran alegría que no podía ocultar por verse entre tantos de sus hijos que habían escuchado su llamado para clausurar este año con tantos claroscuros pero que encendió el ánimo de la Iglesia para orar por esos casi quinientos mil sacerdotes de todo el mundo, impulsándolos a entregar su vida misma, como lo hizo Cristo Jesús para salvación de todos. Así comenzó la Santa Misa, con la aspersión del agua bendita, realizada por algunos cardenales. Luego de la homilía, movidos por la exhortación correspondiente, todos los sacerdotes presentes, hicimos el ofrecimiento de nuestras vidas, y al final de la Misa, el mismo Pontífice volvió, de rodillas, a ofrecer a todos sus sacerdotes a la Santísima Virgen, orando por su intercesión y su ayuda. Después como es costumbre, el Papa se dirigió brevemente a los fieles en español, en inglés, en alemán, en polaco a los que no habían captado totalmente el mensaje papal. Y a continuación vino la ovación de todos los sacerdotes presentes, cuando Papa, alegre, sonriente, feliz, se paseaba por los pasillos de la amplia plaza, bendiciendo a sus hijos. Era impresionante la aclamación de todos los presentes, como queriendo abrazarlo para premiar su bondad y su fortaleza en este año que tuvo tantas sorpresas no todas ellas positivas. Después de la Misa hubo que recoger nuestras pertenencias en la sala Pablo VI y tomarse alguna que otra foto frente a la imagen de Cristo resucitado que fue mandada colocar ahí por el Papa que lleva su nombre, y que le fue muy querida. Esa imagen preside las celebraciones, los encuentros, los conciertos, todos los grandes momentos que van marcando el ritmo de la Iglesia y del Vaticano. Qué nos dijo el Papa en esa ocasión será objeto del siguiente artículo.

¿Un Cristo inhumano y tremendamente exigente?


Para el evangelista San Lucas, la geografía tiene mucha importancia cuando se trata de señalar los caminos por los que Cristo buscaba a los hombres ofreciéndoles la salvación. Pero la geografía de Lucas es teológica y no tanto física, por eso nos volveríamos locos tratando de situar los hechos de Cristo frente a una carta geográfica.

Por eso Lucas sitúa a Cristo a partir del capítulo 9, de camino y de subida a Jerusalén. Y aclara muy bien que este viaje emprendido por Cristo Jesús tiene lugar cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, de manera que incluso podríamos hablar no de una subida, sino más bien de una bajada, a la oscuridad, a la incomprensión, a la condena a la muerte, y el camino ascendente lo marcarían no los hombres que lo iban a condenar por insubordinado, por enemigo de la Ley y de las costumbres del pueblo judío, sino del Padre, el Buen Padre Dios que aceptaba complacido la ofrenda hecha por su hijo de su propia vida, para salvación de todos los hombres.

Y es en ese camino, cuando los apóstoles que le habían precedido para ir preparando el terreno, tropiezan con la oposición de los samaritanos que no quieren que Cristo pase por entre ellos de camino a Jerusalén y pretenden que Cristo envíe fuego sobre ellos para acabar de una vez por todas con esos enemigos del pueblo “fiel” de Israel. Pero el que se le opone es verdaderamente Cristo, pues su misión no es acabar con los enemigos, sino unirlos en un solo pueblo, el de los hijos de Dios.

También ese viaje de subida Jerusalén, es donde Lucas señala la aparición de tres vocaciones frustradas de seguimiento al Maestro. No tenemos el nombre de ninguno de los tres hombres. El primero pretendía seguirle a donde quiera que él fuera, pero Jesús fue muy claro al responderle que no le ofrecía ninguna vida regalada, sino un total desprendimiento, pues él mismo no tenía una almohada donde reposar por las noches. Siempre de camino. El segundo, fue llamado por el mismo Cristo con aquél famoso: “Sígueme”, pero el llamado pretendió conseguir un tiempo razonable mientras morían sus padres, y Cristo respondió con otra frase lapidaria: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”, pero a continuación le dio la razón: él lo necesitaba y ya, para ir anunciar el Reino de Dios, cosa que no admite demora.

Finalmente alguien se acercó también con la idea de seguir a Jesús, pero también pedía un tiempo para ir a despedirse de sus familiares, a lo que Cristo respondió con otra fase que ya conocemos nosotros: “El que empuña el arado y mira hacia atrás no sirve para el Reino de Dios”.

Todo eso nos lleva a preguntarnos: ¿Es que Cristo no conoce nuestra naturaleza humana y se muestra insensible ante las seguridades de los hombres, o ante las obligaciones filiales y familiares? La impresión es que sí, que Cristo fue más allá de lo que pobre naturaleza humana puede dar, pero mirando más en profundidad las cosas, tendríamos que pedir ayuda a San Pablo que ahora nos anuncia: “Cristo nos ha liberado para ser libres…su vocación, hermanos, es la libertad…antes bien, háganse servidores los unos de los otros por amor. Porque toda la ley se resume en un solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pues si ustedes se muerden y devoran mutuamente, acabarán por perderse”.

Cuando se trata entonces del seguimiento a Jesús, no se trata de una imposición, sino de un seguimiento por amor que supone un ejercicio correcto de la libertad. Esta es la clase de hombres que la Iglesia y Cristo necesitan el día de hoy: gentes que en su libertad puedan ofrecer su vida para continuar la obra de salvación que Cristo ha comenzado.

El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx