En el camino de subida a Jerusalén a que nos tiene acostumbrado Lucas, nos da conocer una experiencia apostólica que le causó mucha satisfacción a Cristo y que dejó un agradable sabor de boca en sus discípulos. Hacía poco habían fracasado los apóstoles en intentar una buena acogida para Cristo en la región de Samaria, y como respuesta, Cristo nombra de nueva cuenta a otros enviados y para otros pueblos, pero en mayor cantidad. Estamos hablando de setenta y dos discípulos que fueron enviados de dos en dos a preparar sus caminos. Hoy serán millones los enviados, otra vez como corderos entre lobos, llevando un poco de luz para un mundo que quiere permanecer en las tinieblas. Y si todos en la Iglesia somos misioneros, nuestra mirada tiene que elevarse a la persona misma de Cristo para que entusiasmados por él como discípulos suyos, podamos transformar este mundo nuestro. Para este intento, me valdré de Aparecida (299: En el encuentro con Cristo queremos expresar la alegría de ser discípulos del Señor y de haber sido enviados con el tesoro del Evangelio. Ser cristianos no es una carga sino un don: Dios Padre nos ha bendecido en Jesucristo su Hijo, Salvador del mundo…encontrarnos con Cristo es una bendición, un Cristo crucificado con su resurrección de fondo, o un Cristo resucitado que se ganó su gloria con su cruz y su entrega. Acercarnos a él siempre será un don, y si hay amor, Cristo nos tendría que llevar a conocerlo mejor, a intimar cada día más con él en la oración y a amarlo de tal manera que podamos comunicarlo a los demás.
La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades: ya tenemos que decir desde este momento que cuando hablamos de misión no significaría precisamente irse a países lejanos, sino comenzar por darlo a conocer en las plazas de nuestro barrio y en las paredes de nuestra propia casa, con los vecinos, con los clientes en el trabajo, con los de la misma profesión, con el inmigrante que expone su vida por unos cuantos pesos, con el adolescente que fastidia porque no entiende de razones, o con el anciano abandonado y herido. Deseamos que la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino, pidiendo limosna y compasión. ¡Y vaya que son tantos los pobres y necesitados de un poco de luz y de un poco de pan! La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios. No llevaremos sentimientos, palabras bonitas, sino la presencia misma del Salvador que ha iluminado nuestras propias vidas.
Conocer a Jesús en el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida y darlo a conocer con nuestra palabra y obra es nuestro gozo. Conocer a Jesús, encontrarlo, aceptarlo, seguirlo y llevar a otros a su encuentro serán verbos de los que no podremos vivir separados y eso será el gran gozo y el gran don en el corazón. Como discípulos suyos, entonces, anunciamos a nuestros pueblos que Dios nos ama, que no existencia no es una amenaza para el hombre, que está cerca con el poder salvador y liberador de su Reino, que nos acompaña en la tribulación, que alienta incesantemente nuestra esperanza en medio de las pruebas. Los cristianos somos portadores de buenas noticias para la humanidad y no profetas de desventuras. En el rostro de Cristo…podemos ver, con la mirada de la fe el rostro humillado de tantos hombres y mujeres y al mismo tiempo, su vocación a la libertad de los hijos de Dios, a la plena realización de su dignidad personal y a la fraternidad entre todos.