Para dar respuesta a esa pregunta, habría necesidad de contemplar de cerca la actitud de Cristo, que se desvivía por estar cerca de aquellos a los que había sido enviado, pues se consideraba el Buen Pastor que quiere estar cerca de sus ovejas, a las que conoce por su nombre, y por las que se desvivía, hasta dar su vida misma. Lo vemos en constante actividad entre las gentes, curando a unos, alentando a otros, perdonando y proclamando el mensaje de amor que se le había encomendado. Pero nos equivocaríamos si eso fuera toda la vida de Cristo. Cuando terminaba con las gentes, cuando las despedía, no se iba a camita muy tranquilo y cansado. Aún le quedaban largos ratos de oración, en los que le hablaba a su Padre Dios de las gentes con las que se encontraría al día siguiente. Y muchas veces, cuando sus amigos los apóstoles se levantaban amodorrados, se encontraban con que Cristo ya estaba de nueva cuenta en oración. A eso atribuían la serenidad de Jesús, el mostrarse siempre de buen humor, siempre complaciente con las gentes, infatigable, dueño de sí mismo y sereno.
Y los apóstoles no se aguantaron las ganas y de ellos salió el pedirle que les enseñara a orar como Juan Bautista había enseñado a los suyos. Querían identificarse con su propio maestro. Y éste se mostró sumamente complacido en enseñarles. No fue de una sola sentada que Cristo instruyó a los suyos. Desde su petición, Cristo fue dejando caer como la lluvia en tierra seca, las palabras que él quería que los suyos pronunciaran en la oración. Y así fue brotando la oración fundamental que nosotros conocemos desde chicos como el “Padre nuestro”.
Ya estas dos primeras palabras cambiarían por completo el sentido de nuestra vida y la relación con los demás. Dicen que santa Teresa al sólo asomarse a estas dos palabras sentía tanta emoción, que ya no podía continuar con el resto de la fórmula propuesta por Cristo. Si comprendemos que Dios es el Padre, y no sólo mío sino de todos los hombres, ya no puedo tener enemigos, ya no puedo hacer distingos entre personas, ya no puedo despreciar a los que no piensan como yo, ya no puedo ser insensible ante aquellos a los que la vida no les ha sonreído, ya no puedo pasar indiferente, volteando a otro lado mientras me doy cuenta que están asaltando a alguien, ya no podré abusar y ser injusto con los que no pueden defenderse, porque todos ellos son mis hermanos. Así de interesante son las palabras introductorias. Sin querer abundar y sin pretender ser exhaustivo en la consideración del Padre nuestro, saltan inmediatamente varios deseos hacia Dios mismo que al fin y al cabo, vienen a redundar en beneficio nuestro: “santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Qué bello será el mundo cuando todos los hombres tengan a Dios por Padre y honren y veneren su nombre. Qué armonía gozaremos entre todos, cuando nosotros establezcamos el reino de verdad, de amor, de justicia y de paz aquí en la tierra. Y qué delicia será nuestro mundo cuando todos sepamos hacer su voluntad. Los crímenes y la violencia habrán sido cosa del pasado. La sangre ya no correrá por las calles y la tristeza y el duelo habrán pasado para no volver más.
Y a continuación vienen las peticiones que miran directamente al bien del hombre: el pan de cada día, para hoy y para todos: el perdón para nuestros pecados habiendo tenido la delicadeza de haber hecho nosotros lo mismo, el saber vencer en las tentaciones que siempre nos acompañarán hasta el último día de nuestra vida, y finalmente, la perseverancia, líbranos del mal. A continuación Cristo colocó una parábola bellísima invitando a la perseverancia, y luego tres verbos que nos van a encantar y que tendrán como respuesta el don del Espíritu Santo: “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá”. Con tal invitación ¿Alguien podrá ser insensible ante el deseo de Cristo de orar siempre y vivir cerca del Buen Padre Dios?
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en alberami@prodigy.net.mx
Y los apóstoles no se aguantaron las ganas y de ellos salió el pedirle que les enseñara a orar como Juan Bautista había enseñado a los suyos. Querían identificarse con su propio maestro. Y éste se mostró sumamente complacido en enseñarles. No fue de una sola sentada que Cristo instruyó a los suyos. Desde su petición, Cristo fue dejando caer como la lluvia en tierra seca, las palabras que él quería que los suyos pronunciaran en la oración. Y así fue brotando la oración fundamental que nosotros conocemos desde chicos como el “Padre nuestro”.
Ya estas dos primeras palabras cambiarían por completo el sentido de nuestra vida y la relación con los demás. Dicen que santa Teresa al sólo asomarse a estas dos palabras sentía tanta emoción, que ya no podía continuar con el resto de la fórmula propuesta por Cristo. Si comprendemos que Dios es el Padre, y no sólo mío sino de todos los hombres, ya no puedo tener enemigos, ya no puedo hacer distingos entre personas, ya no puedo despreciar a los que no piensan como yo, ya no puedo ser insensible ante aquellos a los que la vida no les ha sonreído, ya no puedo pasar indiferente, volteando a otro lado mientras me doy cuenta que están asaltando a alguien, ya no podré abusar y ser injusto con los que no pueden defenderse, porque todos ellos son mis hermanos. Así de interesante son las palabras introductorias. Sin querer abundar y sin pretender ser exhaustivo en la consideración del Padre nuestro, saltan inmediatamente varios deseos hacia Dios mismo que al fin y al cabo, vienen a redundar en beneficio nuestro: “santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Qué bello será el mundo cuando todos los hombres tengan a Dios por Padre y honren y veneren su nombre. Qué armonía gozaremos entre todos, cuando nosotros establezcamos el reino de verdad, de amor, de justicia y de paz aquí en la tierra. Y qué delicia será nuestro mundo cuando todos sepamos hacer su voluntad. Los crímenes y la violencia habrán sido cosa del pasado. La sangre ya no correrá por las calles y la tristeza y el duelo habrán pasado para no volver más.
Y a continuación vienen las peticiones que miran directamente al bien del hombre: el pan de cada día, para hoy y para todos: el perdón para nuestros pecados habiendo tenido la delicadeza de haber hecho nosotros lo mismo, el saber vencer en las tentaciones que siempre nos acompañarán hasta el último día de nuestra vida, y finalmente, la perseverancia, líbranos del mal. A continuación Cristo colocó una parábola bellísima invitando a la perseverancia, y luego tres verbos que nos van a encantar y que tendrán como respuesta el don del Espíritu Santo: “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá”. Con tal invitación ¿Alguien podrá ser insensible ante el deseo de Cristo de orar siempre y vivir cerca del Buen Padre Dios?
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