jueves, 10 de mayo de 2012

Dios nos libre del de ojos viscos




Dios nos libre del de ojos bizcos, porque todo lo ve torcido

Domingo 3º Pascua 012



“La paz esté con ustedes” fue el saludo espectacular y majestuoso de Cristo inaugurando  su presencia entre los que habían sido sus compañeros de andanzas y aventuras por tierras de Galilea y Judea. Fue la suya una paz que de momento no comprendieron los suyos, como no  habían comprendido lo de su vida, su muerte y su resurrección.

¿Qué significa la paz para nosotros y para Cristo?  La paz de los hombres tiene una extensa gama de actitudes, entre las que se destacan los que creen que la paz es una ausencia o lejanía de personas y de problemas: “en mi barrio vivimos en paz, ni se meten conmigo ni me meto en la casa de los demás” te dicen las gentes muy horondas. Otros te hablarán de paz cuando la fortuna les sonríe y ellos son los que imponen las condiciones del trabajo o los sueldos o la ausencia de prestaciones para los trabajadores. Algunos más te hablarán de paz en cuanto no existan armas en manos de los hombres o ejércitos patrullando las carreteras y las ciudades. Cuando la nuera consigue después de muchas dificultades salir de la casa de la suegra para poder educar a los hijos conforme a sus propis criterios te pueden decir: “por primera vez en muchos años nuestra familia está viviendo en paz”. Y el colmo llega con aquella viuda que pudo decir: “Ahora dormiré en paz, porque al sabré  dónde pasa las noches mi marido”.

La paz de Cristo no se parece a esas situaciones descritas, sino una paz en la actividad, en la entrega, en la generosidad, en el servicio hasta llegar al sacrificio de la propia vida con el fin de ver la concordia, el sosiego y la alegría reflejada en el corazón de los demás. Esa fue la paz que Cristo les deseaba a sus apóstoles el mismo día de la resurrección, en la primera vez que tuvo la oportunidad de estar con los suyos después de su resurrección. Cuando él se presenta con los antiguos compañeros de andanzas, al principio crea desconcierto y cierto temor, aunado al miedo natural que ya tenían por la amenaza de los judíos, pero que dio paso a una alegría indescriptible al darse cuenta que el que tenían en frente no era una ensoñación, ni un fantasma ni una evocación mística, sino la misma persona que los había llamado a aquella aventura de fe, la misma que vieron morir en la cruz siendo sepultado en tumba prestada, la misma  que estaba ahora entre ellos.

Era entonces ese mismo Cristo el que les enviaba por el mundo  con un corazón nuevo, renovado, condición indispensable para poder cambiar al mundo y ser testigos de su muerte y resurrección. Mientras aquellas gentes no cambiaran su mentalidad para abrirla a todas las gentes, era inútil el grito y el llamado de Cristo a la vida nueva y a una situación en que el amor fuera el móvil y el incentivo de la propia entrega. Y esa será la labor de los cristianos el día de hoy, comenzando por el propio corazón. Así se lo decía el Papa a los niños en mi tierra, en Guanajuato, pero para que lo oyeran todos niños de México y también los que no son niños, los padres y los abuelos: “Si dejamos que el amor de Cristo cambie nuestro corazón, entonces podremos cambiar el mundo.  Ese es el secreto de la verdadera felicidad” y nosotros podríamos agregar ese  es  también el secreto de la verdadera paz. Y todavía insistiendo en la palabra del Papa, que hablaba a los niños desde la llamada Plaza de la Paz, nos hacia notar que la verdadera paz es un don del Señor, esa paz que se nos desea  cada que nos encontramos para celebrar nuestra Eucaristía, nuevo encuentro con el Señor Jesús resucitado, “con la esperanza de que cada uno se transforme en sembrador y mensajero de esa paz por la que Cristo entregó su propia vida”.

Pbro. Alberto Ramírez Mozqueda