Dios nos libre del de ojos
bizcos, porque todo lo ve torcido
Domingo 3º Pascua 012
¿Qué significa la paz para
nosotros y para Cristo? La paz de los
hombres tiene una extensa gama de actitudes, entre las que se destacan los que
creen que la paz es una ausencia o lejanía de personas y de problemas: “en mi
barrio vivimos en paz, ni se meten conmigo ni me meto en la casa de los demás”
te dicen las gentes muy horondas. Otros te hablarán de paz cuando la fortuna
les sonríe y ellos son los que imponen las condiciones del trabajo o los
sueldos o la ausencia de prestaciones para los trabajadores. Algunos más te
hablarán de paz en cuanto no existan armas en manos de los hombres o ejércitos
patrullando las carreteras y las ciudades. Cuando la nuera consigue después de
muchas dificultades salir de la casa de la suegra para poder educar a los hijos
conforme a sus propis criterios te pueden decir: “por primera vez en muchos
años nuestra familia está viviendo en paz”. Y el colmo llega con aquella viuda
que pudo decir: “Ahora dormiré en paz, porque al sabré dónde pasa las noches mi marido”.
La paz de Cristo no se
parece a esas situaciones descritas, sino una paz en la actividad, en la
entrega, en la generosidad, en el servicio hasta llegar al sacrificio de la
propia vida con el fin de ver la concordia, el sosiego y la alegría reflejada
en el corazón de los demás. Esa fue la paz que Cristo les deseaba a sus
apóstoles el mismo día de la resurrección, en la primera vez que tuvo la
oportunidad de estar con los suyos después de su resurrección. Cuando él se
presenta con los antiguos compañeros de andanzas, al principio crea
desconcierto y cierto temor, aunado al miedo natural que ya tenían por la
amenaza de los judíos, pero que dio paso a una alegría indescriptible al darse
cuenta que el que tenían en frente no era una ensoñación, ni un fantasma ni una
evocación mística, sino la misma persona que los había llamado a aquella
aventura de fe, la misma que vieron morir en la cruz siendo sepultado en tumba
prestada, la misma que estaba ahora
entre ellos.
Era entonces ese mismo
Cristo el que les enviaba por el mundo
con un corazón nuevo, renovado, condición indispensable para poder
cambiar al mundo y ser testigos de su muerte y resurrección. Mientras aquellas
gentes no cambiaran su mentalidad para abrirla a todas las gentes, era inútil
el grito y el llamado de Cristo a la vida nueva y a una situación en que el
amor fuera el móvil y el incentivo de la propia entrega. Y esa será la labor de
los cristianos el día de hoy, comenzando por el propio corazón. Así se lo decía
el Papa a los niños en mi tierra, en Guanajuato, pero para que lo oyeran todos
niños de México y también los que no son niños, los padres y los abuelos: “Si
dejamos que el amor de Cristo cambie nuestro corazón, entonces podremos cambiar
el mundo. Ese es el secreto de la
verdadera felicidad” y nosotros podríamos agregar ese es
también el secreto de la verdadera paz. Y todavía insistiendo en la
palabra del Papa, que hablaba a los niños desde la llamada Plaza de la Paz, nos
hacia notar que la verdadera paz es un don del Señor, esa paz que se nos
desea cada que nos encontramos para
celebrar nuestra Eucaristía, nuevo encuentro con el Señor Jesús resucitado,
“con la esperanza de que cada uno se transforme en sembrador y mensajero de esa
paz por la que Cristo entregó su propia vida”.
Pbro. Alberto Ramírez
Mozqueda